Vistas de página en total

sábado, 23 de julio de 2016

¡Que desilusión!

             

            Empezaba de nuevo la jornada en la estación lunar Selene, una extraordinaria base situada en suelo de nuestro satélite desde hacia tres años. Su equipamiento, de las mas alta tecnología conocida hasta el momento, estaba funcionando a la perfección, controlada por cuatro astrofísicos del mas alto nivel, entre los que se encontraba Martín Castro, conocido entre sus compañeros como MC, entre ellos siempre se nombraban por sus iniciales.
MC quería ese día dar su último paseo lunar, dos días después regresaría a La Tierra, su misión había cumplido ya los tres meses de permanencia y por seguridad no debía estar ya mas tiempo en ninguna base espacial. Era una normativa establecida desde el principio de los experimentos espaciales a fin de evitar daños de salud en las personas.
Se había preparado para ello y, con la ayuda de sus compañeros, se colocó el traje preparado para tal fin. Con una gran emoción y, animado por el resto del equipo, salió de la base en dirección a unos pequeños montículos cercanos. Esa distancia era, quizás, la mas larga que haría en su vida en suelo lunar.
Muy lentamente, y con todo tipo de precauciones MC se dirigió hacia dicha zona, inexplorada por él hasta el momento.
Desde allí la vista de La Tierra era espectacular, un verdadero lujo al alcance de muy pocos. Podía verse, además, un tornado de debería ser de grandes proporciones sobre el océano Pacífico, lo que hacía, todavía mas si cabe, un verdadero placer de admirar nuestro planeta desde allí.
Muy lentamente, al llegar a la base del primer montículo, inició la subida. Al no haber gravedad, no necesitaba ningún esfuerzo físico, pero el problema estaba precisamente en eso, cualquier salto o un fuerte impuso podría despegarlo del suelo con unas consecuencias catastróficas.
Al llegar al borde de la cima, su atención quedo fijada en un objeto al otro lado del promontorio. Había en el suelo un objeto que lo dejó perplejo: un sombrero de copa negro, como los utilizados en las grandes ceremonias de antaño. No podía entender aquello, un sombrero en suelo lunar. Miró hacia La Tierra y viendo el tornado, le pasó, fugazmente, por la imaginación que un fuerte viento lo hubiera llevado allí, pero no era posible. Quizá una broma de sus compañeros, quizá una alucinación, no sabía que pensar. Sus compañeros en la base al oír sus comunicaciones no podían dar crédito al hecho.
Martín estaba confuso, de pié en el borde del montículo pensaba que la estancia en la base, al final, le había jugado una mala pasada mental.
Sintiéndose inmóvil y muy asustado, notó unos pequeños golpes en el hombro a la vez que oía una  voz.
            —Martín, Martín, despierta ya, vas a llegar tarde a la universidad, hoy tienes ese examen tan importante de astronomía —le decía Aurora, su madre.
Que desilusión, todo había sido un fantástico sueño.


viernes, 22 de julio de 2016

El ojo del armario




Hay un recuerdo de mi infancia que, todavía hoy, en alguna ocasión me viene a la memoria.       
En ese momento tenía aproximadamente la edad de ocho años. En casa vivíamos ocho personas; mis padres, mis tres hermanas, mi hermano, mi abuela y yo.
El piso era más bien pequeño, situado en un barrio modesto de Madrid, constaba de tres habitaciones, un salón pequeño, la cocina y el baño, un solo baño que era el principal causante de todos los atascos que había en casa.    
Un verdadero caos en muchos momentos, especialmente a primera hora, cuando todos nos disponíamos al aseo personal para partir cada uno a sus obligaciones; nosotros al colegio, mi padre a su trabajo, era cuando la abuela decidía entrar la primera y encerrarse para permanecer mirándose al espejo hasta que mi padre soltaba un par de improperios. Casi todos los días era la misma historia, la abuela, que no tenía nada que hacer en todo el día, era el origen de los atascos matinales.
            Por razones de espacio, yo dormía en la misma habitación que mi abuela. La llamaba el cuarto de los horrores.
            Justo enfrente de la puerta había un armario ropero, de madera, antiguo, como mi abuela, de estructura redondeada, con dos cajones en la zona baja y en la puerta, ocupando toda ella, un gran espejo enmarcado dejando unos pocos centímetros a los bordes de la puerta.
            Todos los días, cuando entraba en la habitación, una imagen me aterrorizaba. El espejo tenía un ojo, si un ojo, situado a una altura por encima de la mitad y un poco al lado derecho de la puerta.
             Ese ojo me observaba, me miraba cada vez que entraba en la habitación, cada vez que me acercaba a la puerta, cada vez que pasaba por delante de ella, incluso desde la puerta de entrada a casa, notaba que me miraba. Era una auténtica pesadilla, muchas noches me levantaba sobresaltado, angustiado, sudoroso y atemorizado.
             No quería comentar nada con mis padres, que algunas veces también se levantaban sobresaltados debido a mis pesadillas.
             Procuraba entrar a la habitación sin mirar al armario, y siempre procuraba dormir mirando a la pared, manía que todavía conservo. Todo lo hacía para no ver el ojo o, mejor dicho, para que él no me viera.
             Aún hoy, alguna noche vuelvo a soñar con el espejo, con el ojo que me mira.
             Cuando falleció mi abuela, mis padres cambiaron los muebles de la habitación para adecuarlos a mis hermanas que pasarían a ocuparla.
            Quizás fue una de las alegrías más grandes de mi vida, por fin se desprendieron del maldito armario, al causante de mis pesadillas, el portador del espejo con ojo. Pasó mucho tiempo hasta que pude olvidar, y no del todo, la imagen de aquel armario. Llegue a imaginar que había un espíritu maléfico dentro de él, que se llevaría mi alma una noche que estuviera dormido, que no estuviera atento en mi duermevela.
           Al cabo de unos años, cuando mi mente ya se consideraba mas adulta, cuando las fantasías van dejando paso a la vida real, descubrí que el dichoso ojo no era nada mas que una picadura que tenia el espejo por detrás, que el baño plateado que tienen los espejos en la parte trasera estaba siendo victima de la vejez e iba perdiendo consistencia.
           Se había formado como una pequeña tara, una picadura de forma redonda que simulaba perfectamente un ojo, con su iris, su pupila y su color negruzco que, con el tiempo, va aumentando de tamaño, y yo creía que estaba creciendo para adaptarse a mí, que lógicamente estaba en edad de desarrollo.
           Aquel fue el causante del peor miedo que yo he tenido de pequeño, de mi terror y de mis pesadillas; una picadura en el espejo.
           Cuando recuerdo los angustiosos momentos que este hecho me originó, no puedo evitar dibujar en mis labios una enorme sonrisa.
           Con el tiempo he comprendido la importancia de las fobias infantiles, que si no se corrigen pueden quedar grabadas para toda la vida y sinceramente creo que, si no hubiera sido tan introvertido, si hubiera comunicado mis temores a mi familia, no hubiera pasado tanto miedo.


¡Quiso ser libre!



            El anciano encontró la llave en el lugar previsto, en el fondo de un macetero, al lado de la puerta de su casa. Elías había depositado allí una copia de la llave de su hogar, a sabiendas de que, algún día, volvería a por ella. Los rosales del macetero habían muerto todos pero su tesoro estaba a buen recaudo, escondido al fondo de la tierra que estos tenían de base.
            Once meses atrás había fallecido su esposa, en extrañas circunstancias, debido según los médicos, a una inexplicable insuficiencia respiratoria. Ninguno de lo doctores que la atendió fue capaz de comprender el motivo de dicha enfermedad, tan rápida como letal.
            Tres ese trágico percance, su único hijo intentó en varias ocasiones llevarle a su casa para evitar que viviera solo, estando así perfectamente atendido por él y su esposa, ya que afortunadamente vivían sin problemas económicos, en una gran casa a las afueras de la ciudad
            Elías era ya un anciano de ochenta y tres años, gozaba de una buena salud, aunque en algún momento ya había dado algún susto a su familia. Era de carácter introvertido, poco amable y totalmente autodidacta. No admitía, o al menos le costaba un gran esfuerzo, ningún consejo y, por supuesto, quería vivir siempre haciendo lo que dispusiera su terca voluntad.
            Elías había puesto mucha resistencia aunque, por fin, su hijo consiguió llevarle con él y su familia a su casa, a escasos cien kilómetros de la aldea donde el viejo vivía.
            El anciano no se adaptaba a la ciudad, estaba horrorizado por el tráfico, no entendía las técnicas modernas como los ordenadores, los contactos por WhatsApp, el operar en los cajeros de los bancos, porque en la ventanilla no le atendían para sus escasos movimientos, etc. Mucho menos se adaptaba a las comidas prefabricadas, a las que su familia era bastante aficionada. Nunca quería comer algo que, según él,  estaba cocinado sin saber ni cómo ni donde.
            A los pocos meses de vivir allí con su familia, ocurrió una tragedia que despertó todos los titulares de la prensa local. Su hijo y su esposa habían amanecido sin vida en la cama sin explicación ninguna. Los médicos forenses, después de unas largas autopsias, diagnosticaron una muerte por fallo respiratorio, totalmente inexplicable en dos personas de mediana edad, deportistas, y que hasta el momento gozaban de una salud envidiable. 
            Elías apenas sabía leer ni escribir, sin embargo, era un gran experto  en toda clase de plantas, tanto medicinales, como para otros usos. Toda su vida se había dedicado al pastoreo, y heredado de su padre, pastor también, todos los secretos de la flora y fauna del campo que además, fue incrementando con sus propios conocimientos a través del paso del tiempo.
            Su esposa le había tratado los últimos años con mucho celo, no permitiéndole fumar ni beber nada de alcohol. Le controlaba todos sus movimientos así como el dinero que disponía ocasionalmente. Según Elías, le hacía la vida imposible.
            Cuando esta falleció, la gente quedó extrañada del poco impacto que éste sufrió, olvidando en muy poco tiempo el dolor producido por su pérdida, volviendo casi de inmediato a su vida libre y sin control.
            Su hijo y su nuera, también en un exceso de cuidados, le habían hecho las mismas prohibiciones que su difunta esposa, resaltando siempre que era debido a la preocupación por su salud. Elías volvía a tener su mal carácter, vivía en un constante desasosiego y se volvió huraño y desconfiado.
            Al fallecer su hijo y su nuera, y después de los sepelios, preparó una maleta con los escasos efectos personales de que disponía y emprendió el regreso a su aldea, otra vez libre.
            Volvería a fumar, a beber, a hacer lo que le viniera en gana, como había hecho toda su vida.
            Al día siguiente, ya en su casa, disfrutando de un hermoso cigarro habano, llamaron a la puerta, de una forma un poco brusca. Fue rápidamente a abrir, con la convicción de que algún vecino al haberle visto volver se interesaría por él.
            Cuando abrió, frente a su puerta había dos hombres, igualmente vestidos Lo que el viejo no pudo ver en ese instante era el letrero que estos llevaban en la espalda: Guardia Civil, Criminalistica…